Cuando salí del cine tras ver la primera Dune de Denis Villeneuve (2021) tenía sentimientos encontrados. Visualmente era una película arrolladora, con una dirección y un diseño de producción impresionantes, pero sentí que Villeneuve se había contenido demasiado, sacrificando riesgo y profundidad en favor de la accesibilidad y la promesa de futuras entregas. Ahora, con Dune: Parte Dos, también de Villeneuve (2024), esa sensación no solo persiste, sino que se vuelve más frustrante.
Porque si algo hay que reconocerle a esta secuela es que es más ambiciosa, más oscura y mucho más inmersa en las complejidades de su universo. Ya no estamos ante una historia de origen; esta es la crónica del nacimiento de un líder mesiánico y de la maquinaria que lo convierte en el epicentro de un movimiento fanático. Paul Atreides no es solo el "elegido", sino el resultado de una profecía autocumplida, un relato construido desde antes de su nacimiento para que su llegada a Arrakis lo convirtiera en el salvador de los Fremen. El problema es que, como toda profecía que se cree inevitable, su cumplimiento se convierte en una trampa.
Uno de los aspectos más fascinantes de Dune: Parte Dos es cómo explora la figura del líder carismático y el costo de la devoción incondicional. La mitología de Dune, tanto en la novela como en esta adaptación, es una crítica feroz al mesianismo: a la manera en que las sociedades desesperadas depositan su fe en una sola figura, renunciando a su propia agencia y permitiendo la instauración de regímenes autoritarios disfrazados de salvación. Los Fremen del Sur, radicalizados por siglos de opresión, no solo ven a Paul como un líder político, sino como una entidad casi divina, una encarnación de la profecía que los llevará a la victoria. Pero esa misma fe es lo que lo convierte en un prisionero de su propio destino. Paul ve con claridad los horrores de la Jihad que desatará su liderazgo, pero es incapaz de evitarla. No porque no quiera, sino porque el sistema de creencias a su alrededor lo arrastra inevitablemente en esa dirección.
Aquí es donde Dune se vuelve más interesante que muchas otras historias del "elegido": en lugar de glorificarlo, muestra cómo la fe absoluta en un líder puede conducir a la intolerancia, a la aniquilación del pensamiento crítico y, en última instancia, al reemplazo de las instituciones por sistemas fundamentalistas donde el culto a la figura del líder es la única ley. La película no oculta las implicaciones de este camino. Villeneuve muestra a Paul como alguien que, al aceptar su destino, está renunciando a cualquier posibilidad de una solución menos violenta. Su ascenso no es heroico, es trágico. Es el relato de cómo la religión y la política pueden entrelazarse para justificar la violencia, para cerrar cualquier espacio a la duda y para moldear sociedades enteras en función de una idea de destino incuestionable.
A pesar de esta riqueza temática, la película sigue sintiéndose contenida. Alrededor de la guerra santa hay un entramado de estrategias de poder que resultan fascinantes: los Harkonnen con su brutalidad maquiavélica, el emperador Shaddam IV moviendo fichas desde las sombras, las Bene Gesserit tejiendo planes a largo plazo y los propios Fremen divididos entre facciones. Hay momentos en los que la película logra capturar la riqueza política del mundo de Herbert, pero al mismo tiempo, da la impresión de que Villeneuve siempre está dejando lo más interesante para después. Hay grandes momentos —las secuencias con Feyd-Rautha en Giedi Prime son visualmente hipnóticas, y el peso político del emperador es prometedor—, pero todo parece ser sólo preparación para una futura entrega.
Y ese es otro de los problemas que arrastra Dune: Parte Dos: la sensación de que, una vez más, no estamos viendo una película completa, sino un capítulo intermedio. El gran cine épico, incluso cuando forma parte de una saga, tiene algo monolítico. Lawrence de Arabia de David Lean (1962), El Señor de los Anillos de Peter Jackson (2001-2003), Gladiador de Ridley Scott (2000)… todas esas películas parecen contener un mundo entero en sí mismas. Dune, en cambio, siempre nos está preparando para lo que viene, para la gran guerra, para el desenlace definitivo. Y aunque viene una tercera parte, resulta frustrante que tanto la primera entrega como esta secuela den la sensación de que no pueden ser rotundas y definitivas.
Quizá esa sea la razón por la que la exclusión de Villeneuve de la categoría de Mejor Director resulta aún más indignante. No quiero sonar como si fuera un director intrascendente o poco interesante. Todo lo contrario. Mi crítica es dura precisamente porque sé de lo que es capaz. Villeneuve es uno de los pocos directores que entienden la ciencia ficción no sólo como un espectáculo visual, sino como un medio para explorar ideas profundas sobre la humanidad, el poder y la tecnología. Que la Academia haya decidido ignorar su trabajo y mantener a Jacques Audiard, quien claramente no debería estar nominado en la categoría de Mejor Director es, sin matices, un error.
No es una sorpresa, pero sigue siendo frustrante ver cómo la ciencia ficción es constantemente relegada. Que Dune: Parte Dos haya sido reconocida en múltiples categorías técnicas pero que su director haya sido ignorado es una prueba más del desdén con el que Hollywood trata al género cuando este no encaja en las narrativas de moda. Pensemos en 2001: Odisea del Espacio de Stanley Kubrick (1968) o Blade Runner de Ridley Scott (1982), películas revolucionarias que fueron ignoradas o menospreciadas en su momento. O en Blade Runner 2049 del propio Villeneuve (2017), una secuela que ha envejecido de manera espectacular, pero que en su año de estreno fue pasada por alto en muchas de las categorías más importantes. Mientras tanto, la Academia ha premiado como "ciencia ficción" cosas que no lo son, como la lamentable Todo en todas partes al mismo tiempo de Daniel Kwan y Daniel Scheinert (2022), que no solo ganó inmerecidamente una cantidad absurda de premios, sino que fue presentada como "la mejor película de ciencia ficción de todos los tiempos".
Pero si bien el trabajo de Villeneuve merece más reconocimiento, una de las razones por las que la película no termina de convencerme es precisamente su elenco joven. Chalamet sigue sin transmitir la profundidad de un personaje que está entre la grandeza y la tragedia. Zendaya tiene más presencia aquí, pero sigue sintiéndose inexpresiva, como si el peso de la historia le quedara grande. Austin Butler, como Feyd-Rautha, tampoco logra la amenaza que su personaje debería tener. Villeneuve claramente quiere que esta saga tenga un reparto icónico, con el mismo tipo de proyección que tuvieron Harrison Ford, Mark Hamill y Carrie Fisher en Star Wars de George Lucas (1977), pero la diferencia en carisma es evidente.
En conclusión, Dune: Parte Dos es más ambiciosa y más oscura, con una visión poderosa sobre el fanatismo y el poder. Es una película impresionante, pero sigue quedándose al margen de sí misma, demasiado ocupada en preparar lo que sigue en lugar de ser una experiencia completa. Tal vez cuando la saga esté terminada podamos ver el cuadro completo. Tal vez entonces todo haga sentido. Pero por ahora, la sensación sigue siendo la misma: algo falta.
El autor forma parte del equipo editorial de CINEMATÓGRAFO.