El cine, como la historia, a menudo se cuenta desde la voz equivocada. En Emilia Pérez, Jacques Audiard se atreve a narrar la transformación de un capo del narco en una mujer que busca redimirse. La trama se despliega entre el thriller y el musical, pero lo que realmente desata el debate no es la película en sí, sino la pregunta que la atraviesa: ¿se puede contar una historia de redención cuando las víctimas aún buscan justicia?.
En un país donde los desaparecidos se buscan con palas y no con leyes, donde la impunidad es el único veredicto que no cambia, no es extraño que la incomodidad brote al ver una historia centrada en la evolución del victimario y no en la reparación del daño a quienes fueron sometidos por él. Pero en medio de este debate legítimo, la película pasó a segundo plano. Porque la tormenta se llevó otra presa: Karla Sofía Gascón, su protagonista, quien terminó devorada por el tribunal que nunca absuelve, ese que opera en redes sociales y dicta sentencias sin derecho a apelación.
El dilema trans de la historia
Uno de los aspectos más polémicos de la película es la forma en que Emilia Pérez cambia de género en su huida del crimen. No es difícil entender por qué esto puede ser indignante para la comunidad trans: si el cambio de identidad es presentado como una estrategia para evadir la justicia, la narrativa refuerza el prejuicio de que la identidad trans es un disfraz, una máscara, una simulación. Un engaño para eludir la responsabilidad.
Desde hace décadas, las personas trans han tenido que luchar contra la sospecha impuesta por la cisnormatividad: se les ha acusado de mentirosas, de oportunistas, de "engañar" al mundo con su identidad. La idea de que alguien cambia de género para ocultarse, para manipular, para conseguir algo, criminaliza la existencia trans y refuerza el discurso de quienes niegan su legitimidad. Pero la historia de Emilia Pérez no es tan simple. En la película, Emilia ya había manifestado su deseo de transicionar antes de verse obligada a escapar. No es un plan improvisado, no es un recurso desesperado para evitar la prisión. Es la continuación de un proceso personal que había iniciado antes de que la justicia la alcanzara.
Esto no cambia la incomodidad del relato, pero sí matiza su interpretación. ¿Es su transición una huida o es una afirmación de lo que siempre fue? La película deja esa pregunta flotando, sin responderla del todo, lo que contribuye a su ambigüedad moral. Y quizá ese sea su mayor problema: que al final, el público es quien decide con qué lente mirar la historia, y en un mundo donde las narrativas trans siguen estando en disputa, esa ambigüedad puede ser peligrosa.
Lo que sí y lo que no
El cine tiene la obligación de incomodar, de expandir preguntas y desafiar narrativas establecidas. Emilia Pérez lo hace con una estética impecable y un guion que, aunque irregular, se atreve a mirar lo que muchos preferirían ignorar. Audiard no blinda a su personaje ni lo convierte en un héroe, pero tampoco lo juzga. A los que no solemos disfrutar los musicales, este puede incluso causarnos extrema resistencia, por su disonancia y ausencia de rima. Pero dejando atrás la forma, es posible entender que en el fondo Emilia no busca perdón, busca paz.
La pregunta es: ¿quién se queda con esa paz? En un país donde los perpetradores se recuerdan más que sus víctimas, la incomodidad es inevitable. No es lo mismo contar la historia del verdugo que la de los cuerpos que nadie encuentra. No es lo mismo hablar de transformación personal que de la impunidad estructural. México no es un país que pueda permitirse la ligereza de olvidar a quienes aún claman por justicia. El cine no tiene por qué ser una lección moral. Pero tampoco puede fingir neutralidad cuando narra desde un lugar de privilegio. La violencia no es un dispositivo narrativo: es una herida abierta que todavía sangra, es un contínuo dolor que no se mata y se encajuela.
El odio como moneda de cambio
Pero aquí es donde la discusión se bifurca, y el debate legítimo sobre la película se convierte en un espectáculo de linchamiento. Karla Sofía Gascón no solo fue criticada por su papel, sino por los tuits que escribió en el pasado. Lo que siguió fue una ejecución pública que confirma la doble moral de la corrección política: se le exige virtud absoluta a quienes nunca fueron completamente aceptados.
La retirada de Karla Sofía de la vida pública después del escarnio que ha sufrido no es un triunfo, es una derrota colectiva. El mensaje es claro: el problema no es estructural, sino individual. Que la rabia puede disiparse eliminando a una persona, como si la violencia y el odio fueran males encarnados en un solo cuerpo y no diálogos que tejemos todos los días.
Aquí opera la paradoja más brutal: la pureza moral solo se le exige a quienes siempre han sido vistos como intrusos. A una mujer trans con un pasado de opiniones incendiarias se le condena al ostracismo; a un hombre que ha hecho de la misoginia y el racismo su bandera, se le premia con la presidencia de un país. La vara con la que se mide la virtud no es la misma para todos.
La incomodidad de Emilia Pérez es legítima porque toca una fibra que duele: ¿quién tiene derecho a la redención? Pero la violencia en redes demuestra que no buscamos respuestas, sino castigos. El problema es que la memoria no es un espectáculo. No se resuelve eliminando personajes de la escena pública, como si la impunidad se acabara con el destierro de un rostro incómodo. Nunca ha funcionado así.
Y en las redes sociales, los que aplauden la lapidación del día no se dan cuenta de que mañana ellos podrían ser la siguiente víctima del fuego que avivaron.