Ensayo
DER HAUPTMANN
UNA FÁBULA SOBRE EL PODER ESCRITA CON SÍMBOLOS
6 de junio de 2019
por Luis Alfonso Gómez Arciniega

Revisar la cartelera de cine en Alemania resulta una experiencia cada vez más deprimente. Se han vuelto recurrentes los lugares comunes —historias de amor interraciales, casos exitosos de integración de migrantes, reivindicaciones feministas—; los dardos inofensivos a blancos fáciles — Hitler, la extrema derecha, la RDA—, y las hagiografías acartonadas —Karl Marx, Anna Seghers, Joseph Beuys. La corrección política ha encontrado en el cine un instrumento valioso: el celuloide al servicio de lo irrebatible; el compromiso con la calidad sometido a la militancia ideológica.
El ejemplo más reciente es Aufbruch ins Ungewisse (2017). La producción para televisión pública alemana retrata las peripecias de una familia europea que, tras el apogeo de la extrema derecha en el año 2020, huye en un bote a Sudáfrica, el único país que todavía acepta refugiados. En el ínter naufragan en la costa namibia y tienen que lidiar con gobiernos egoístas, funcionarios corruptos y traficantes sin escrúpulos. Es una paparrucha con actores de segunda, diálogos predecibles y un guion ofrendado a la causa de moda. Imagino que la ocurrencia pretende vacunar a los alemanes contra los enemigos de la democracia que acechan en todos los rincones. Cuando termina la función, el espectador termina agradeciendo que el peculiar ejercicio pedagógico no haya salido de su confinamiento para “deslumbrar” al público de otras latitudes.
Quizá por esto resulta tan refrescante encontrarse de vez en cuando con cintas inteligentes, que respetan a su público y le proponen conversaciones estimulantes (sin dejar de lamentar, al mismo tiempo, que éstas no encuentren la difusión merecida). Es el caso de Der Hauptmann (2017), una producción germano-polaco-francesa de Robert Schwentke. Después de construir una carrera modesta en Estados Unidos con producciones como Flightplan (2005) o The Time Traveler's Wife (2009), el director originario de Stuttgart regresa a Europa para contar los crímenes de Willi Herold a finales de la Segunda Guerra Mundial; una historia, por cierto, que ya había sido relatada por Paul Meyer y Rudolf Kersting en Der Hauptmann von Muffrika (1996).
Respaldada por una investigación en el archivo estatal de Oldenburg, la biografía de un personaje, cincelado al socaire de convulsiones históricas, tiene todavía muchas aristas para ser exploradas por las nuevas generaciones. La cinta —que aparentaría tener solamente una connotación histórica— se propone, en primer lugar, desmontar lecturas maniqueas ofreciendo una perspectiva de mayor profundidad existencial sobre los personajes. Schwentke cuenta una fábula sin tono admonitorio, donde no resulta fácil discernir la posición moral correcta: “este material no habría sobrevivido el proceso de desarrollo en Estados Unidos. Viola demasiadas reglas no escritas. No hay ningún personaje bueno o digno de emularse. Der Hauptmann es una película sin instrucciones morales” [1]. Y es precisamente en las situaciones límite donde sus dotes de escudriñador agudo de los fenómenos simbólicos gravitan con mayor fuerza.
Semanas antes del armisticio, unos soldados persiguen a un desertor a campo traviesa. El protagonista (Max Hubacher) se las arregla para guarecerse en una oquedad entre las raíces nudosas de un árbol. Hambriento y ensangrentado, el tránsfuga mora parajes de vastas soledades, cuya monotonía es apenas atenuada por el espectáculo abigarrado de árboles esculpidos en las formas más diversas. En un golpe de suerte, Herold encuentra un uniforme de la Luftwaffe con cruz de hierro en un todoterreno abandonado. Sin pensarlo, se enfunda la casaca militar y asume el papel de capitán. El cabo Freytag (Milan Peschel) lo sorprende y, hechizado por las insignias, se pone a sus órdenes para ayudarle a reparar el vehículo averiado. El hechizo del uniforme, le permite reclutar desertores hasta organizar una cuadrilla militar con el nombre “Kampfgruppe Herold”. Es aquí donde la película ofrece una primera reflexión. Si la realidad es una vorágine de fenómenos azarosos e inconexos, cualquier organización social necesita recurrir a signos artificiales para transmitir la sensación de orden. Entidades abstractas como el “Estado”, la “nación” o incluso el “Kampfgruppe Herold” deben visibilizarse mediante símbolos. Estos permiten distinguir a los miembros de una colectividad y estipular su jerarquía dentro de la misma.
Ha sido el antropólogo estadounidense, Clifford Geertz, quien ha advertido que la autoridad de toda élite política depende de un conjunto de formas simbólicas —ceremonias, insignias, formalidades y accesorios [2]. Con su peculiar ironía, Geertz añade que ni una mujer es duquesa a cien metros de su carruaje, ni un hombre rajá sin la estética de su autoridad. Cuando los monarcas viajan a lo largo del territorio, asistiendo a fiestas, confiriendo honores, intercambiando obsequios o desafiando a rivales, toman posesión simbólica de sus dominios “como algún lobo o tigre que extendiera su olor por el territorio” [3]. He aquí la repercusión del hallazgo de Herold.
Pero no hay que dejar la campiña de forma precipitada, pues ésta resulta propicia para una nueva reflexión. Incluso en un estado de excepción, con la guerra perdida y el país invadido, la necesidad de orden en esas franjas del territorio —que ya no son controladas por el régimen, pero tampoco han caído en manos enemigas— termina por imponerse. Incluso en un “escenario apocalíptico” opera cierto orden político: precario, efímero, vigilado por soldados irregulares. Es por eso que no pocos desertores se ponen a disposición de Herold durante su periplo por Alemania: el uniforme les brinda seguridad, camaradería, capacidad de distinguir amigos de enemigos potenciales y una autoridad, a cuya sombra pueden guarecerse. Para estas almas en pena, el uniforme es un faro para orientarse en el purgatorio.
Sin dejar de insistir en la reflexión del orden simbólico que propone el filme, vale la pena reparar en dos ejemplos de la importancia del lenguaje. Cuando Herold es retenido por tropas regulares, éste se presenta como comisionado especial que debe informar personalmente a Hitler sobre las condiciones del frente: “[d]er Führer persönlich hat mir unbeschränkte Vollmachten erteilt” [4]. Para sus interlocutores, el argumento resulta convincente, pues, desde una lógica castrense, es necesario saltarse organigramas institucionales para hacer frente a una situación de emergencia. Quizá sorprenda al espectador saber que, aún con el régimen al borde del colapso, el Führer siga teniendo una autoridad indiscutible, lo que confirma que ésta depende mucho de la forma en la que se imagine al poderoso. En el alegato también puede atisbarse una justificación del “dictador comisarial”, recurso político utilizado para, en un estado de excepción, establecer cierto orden que otorgue validez a las normas jurídicas.

Por otro lado, el subterfugio de Herold resulta familiar porque, en algún momento, todos han recurrido a coartadas como “me dieron la orden desde arriba” o “hablé ya con el director” para superar algún entuerto burocrático. Con el uniforme adecuado y las palabras necesarias, siempre es posible transgredir divisiones artificiales o profanar conciliábulos arcanos. En otra escena, los soldados alemanes capturan a Herold, quien se ha granjeado cierta fama como brutal asesino de desertores. Un tribunal militar lo condena a muerte, pero éste logra escabullirse in extremis, argumentando que sus acciones eran necesarias para mantener intacta la moral del Ejército. El proceder del tribunal deja claro que la justicia no es algo objetivo, como suele machacarse hasta el cansancio, sino un lenguaje que hay que dominar para defenderse en los términos necesarios.
Con el tiempo, el poder ilimitado que parece conferir uniforme, termina por convertirse en una pesada armadura. La esclerotización comienza a constreñir los movimientos, la llave que abría todas las puertas ahora encierra al uniformado en una cárcel. Como apuntaba el sociólogo Edward Shils, quien porta un uniforme está obligado a desempeñar una función a la perfección, pues tanto la institución como el público penalizan a quien traicione las expectativas que conlleva el símbolo [5]. Dicho de otra forma: un militar con sobrepeso, desgarbado y con las botas sucias no provoca respeto porque contradice la idea de militar que una institución intenta transmitir. Estas obligaciones simbólicas que contrae el soldado acuclillado bajo un árbol al ponerse el uniforme, lo convierten en el “verdugo de Emsland”, superando con creces a sus perseguidores en saña y brutalidad.
Es verdad que, como sugieren algunos críticos, la calidad fotográfica no es homogénea, sobre todo en las escenas violentas [6]. En su descargo habría que revirar que, aún careciendo del presupuesto de las grandes producciones, las imágenes en blanco y negro logran transmitir evocaciones nostálgicas plenas de dramatismo. Una escena, por ejemplo, muestra a Herold naufragar en una posada de la provincia. En la penumbra, algunos comensales disfrutan pan, chucrut, Kartoffelklöße y dorado de cerdo. La cámara captura las sombras conventuales, los rostros ajados de los campesinos, el brillo de las velas, la textura de los bancos de madera y la cocina como tramoya de esos peculiares negocios, remanentes de un orden medieval que resiste el embate de la modernidad. En otros momentos, la cámara hurga en la intimidad de las fiestas navideñas de la SS, regala planos contrapicados de soldados o incluso deleita al espectador con un collage expresionista de cristalería, champán, medias y corsés, evocando los mejores cuadros de Jeanne Mammen o Christian Schad. Eugénie Anselin, la actriz francoluxemburguesa que aparece en primer plano de una orgía improvisada, caracterizada como “musa venal”, hace plena justicia a los versos de Baudelaire:
Ô muse de mon coeur, amante des palais,
Auras-tu, quand Janvier lâchera ses Borées,
Durant les noirs ennuis des neigeuses soirées,
Un tison pour chauffer tes deux pieds violets? [7]
Para llamar la atención sobre un último aspecto interesante, me veo obligado a realizar un destripe involuntario. Mientras expiran los créditos en primer plano, en el epílogo, el espectador observa a Herold y sus muchachos recorrer Görlitz (uno de los set de rodaje) en pleno siglo xxi, amedrentando y requisando a transeúntes desprevenidos. Es probable que este guiño del director sea una advertencia del “ascenso de la extrema derecha”. La abulia con la que los habitantes contemplan a estos excéntricos uniformados y la risa que parece escapársele a más de uno de los agredidos, me llevan a sospechar que los símbolos de aquellos años han perdido la magia. El uniforme, que Herold encuentra abandonado, hoy apenas tiene valor como objeto de utilería y no inspira respeto en una sociedad habituada a prescindir de aquellos marcos simbólicos que permitieron al “verdugo de Emsland” sobrevivir el ocaso de un régimen construido alrededor de la cruz gamada.
El autor es estudiante de Doctorado en Ciencia Política en la Universidad Ruprecht Karl de Heidelberg en Alemania. Colaborador y amigo de CINEMATÓGRAFO. Actualmente realiza una estancia de investigación en el Instituto Ibero-Americano (IAI) del la Fundación Patrimonio Cultural Prusiano (SPK) en Berlín.
NOTAS Y REFERENCIAS
[1] Robert Schwentke zu "Der Hauptmann", entrevista de Heike Angermaier con Robert Schwentke, Blickpunkt: Film, 27 de noviembre de 2017, disponible en: http://beta.blickpunktfilm.de/details/424419.
[2] Clifford Geertz, “Centers, Kings, and Charisma: Reflections on the Symbolics of Power”, en Sean Wilentz (ed.), Rites of Power. Symbolism, Ritual, and Politics Since the Middle Ages, Philadelphia, The University of Pennsylvania Press, 1985, p. 15.
[3] Ibid., p. 16.
[4] “El mismo Führer me ha concedido poderes extraoficiales” (traducción del autor).
[5] Edward Shils, Center and Periphery. Essays in Macrosociology, Chicago, The University of Chicago Presss, 1975, p. 9.
[6] Kaspar Heinrich, “Des Henkers neue Kleider”, Die Zeit, 14 de marzo de 2018, disponible en: https://www.zeit.de/kultur/film/2018-03/der-hauptmann-film-robert-schwentke-regie-zweiter-weltkrieg/komplettansicht.
[7] Fragmento del poema “La musa venal” de Charles Baudelaire:
¡Oh, Musa de mi alma, que adoras los palacios!
¿Tendrás tú cuando Enero deje escapar sus Bóreas,
en los tedios oscuros de las noches nevadas,
un tizón que caliente tus pies amoratados?
El editor tomó la traducción de: Charles Baudelaire, Obra poética completa: texto bilingüe, Enrique López Castellón (ed.), Madrid, Ediciones Akal, 2003, p. 57.