Reseña
La sustancia
GENEALOGÍA DE LA MORAL
(la belleza física como malentendido, según Coralie Fargeat)
por Luis Alfonso Gómez Arciniega
4 de marzo de 2025

En El crepúsculo de los ídolos (1889), Friedrich Nietzsche cataloga a Sócrates como enfermo, decadente, instrumento de la disolución griega, pseudogriego, antigriego.[1] Sócrates pertenece a la casta de la plebe, los feos, viciosos y resentidos. Ser feo es toda una refutación para los griegos, sostiene Nietzsche: monstrum in fronte, monstrum in animo.[2] Pese a todo, este monstruo, “que escondía en su interior todos los vicios y apetitos malos”, consiguió introducir entre los griegos el intelectualismo moral, es decir, que razón, virtud y felicidad son consecuentes.[3] Para que las ideas socráticas tuvieran recepción fue necesario un cambio cultural importante. La dialéctica no estaba en uso, pues se consideraba que lo valioso no necesitaba ser probado y la autoridad aristocrática (la única válida) no necesitaba dar razones, sino órdenes. El método dialéctico es, por el contrario, instrumento de los pobres y los esclavos, una venganza plebeya que se impone con la democracia ateniense, donde el pueblo toma el poder con la ayuda de la palabra.[4] Nietzsche acusa a Sócrates del origen de la moral occidental decadente y de la represión de la cultura griega clásica caracterizada por la actitud trágica, alegre, desenfrenada, pasional, y amoral ante la vida.
En la multiaclamada The Substance (2024), Coralie Fargeat realiza una transvaloración similar. Hay una secuencia de la película que condensa la ambición ideológica de la directora y guionista, que también pasó por las aulas del Instituto de Estudios Políticos de París. Un poderoso magnate de la televisión —hombre blanco, heterosexual, adinerado— se reúne para comer con Elisabeth Sparkle (Demi Moore), la presentadora del mediático show de aeróbicos que él mismo produce. Harvey (Dennis Quaid) ha decidido despedir sin contemplaciones a la otrora celebrada pero ahora desvanecida estrella del cine de Hollywood en su cumpleaños número cincuenta. Mientras él devora un plato de camarones como troglodita en un festín pantagruélico —con la boca abierta, salpicando el mantel de aderezo, desperdigando las cáscaras de los crustáceos en la mesa—, ella escucha cómo las audiencias del programa han bajado, cómo la actriz ya no es la que era, y cómo, “a partir de los cincuenta, las mujeres ya no tienen nada más que hacer”. Un zoom a las cabezas de los carídeos, a los dedos embadurnados del productor y a las moscas atraídas por la comida es un preludio del horror corporal del resto del filme. Lo que resulta más escandaloso de Harvey es su frivolidad. A partir de estos vicios, la secuencia construye una dicotomía moral. Dice Aarón Rodríguez Serrano que, en la película, todos los personajes masculinos “parecen marionetas dominadas por una erección interminable. Físicamente repugnantes, monstruosos: comen como animales (los planos de las gambas son simplemente ridículos en su subrayado), se mueven como animales (el vecino que se contonea de manera pasmosa tras la mirilla), se comportan como animales (el ligue ocasional de una de las protagonistas conduce una moto, suponemos que también muy fálica, con la que gusta de intentar atropellar a una anciana que no se aparta de su camino)”.[5] Y es que el ejercicio feminista de la directora pretende aleccionar sobre las violencias sufridas por las mujeres desde tiempos inmemoriales, consecuencia de la eterna cosificación del cuerpo femenino, de la cultura tóxica de la belleza y de la obligada necesidad de validación externa.
En el lado opuesto de la mesa, Elisabeth Sparkle se convierte en la víctima necesaria del relato moralizante. Después de la humillación frente al productor, ésta consigue en el mercado negro un suero que supuestamente genera una versión “más joven, más hermosa, más perfecta” de ella misma. Elisabeth se inyecta “la sustancia”, provocando que, efectivamente, una versión mucho más joven de ella emerja de una hendidura en su espalda. El líquido establece, no obstante, una relación simbiótica entre los dos cuerpos: la protagonista debe transferir su conciencia entre los cuerpos cada siete días sin excepción, mientras que el organismo inactivo exige inyecciones diarias de “líquido estabilizador” —extraído del cuerpo original a través de una punción lumbar— para prevenir el deterioro. El otro yo se llama a sí misma “Sue” (Margaret Qualley) y Harvey la contrata rápidamente como reemplazo de Elisabeth. El uso indebido y exagerado del líquido estabilizador por parte de Sue deriva, no obstante, en un híbrido grotesco de ambos seres denominado “Monstro Elisasue”.
Imagino que no hace falta esforzarse mucho para encontrar la moraleja en esta historia. Ante la vulgaridad de los hombres blancos y la traición de las mujeres que sucumben a la lógica de la belleza superficial, el monstruo despliega ante el espectador la “humanidad” extraviada. A pesar de que la introducción del desorden, consecuencia de las deformaciones mentales y físicas, en el mundo perfectamente esterilizado del set televisivo horrorice, en esta tergiversación de los valores nietzscheana, el monstruo se vuelve depositario de toda compasión porque, quizá, éste sea un primer paso —malogrado, trémulo, pero decisivo— hacia la superación de los prejuicios, las relaciones viciadas por una lógica de dominación patriarcal o la dictadura de la belleza. Las formas monstruosas, al compararse con lo “normal”, ya no pueden despertar sentimientos de superioridad, pues éstas no son vicios, sino entrañables lecciones morales. Lo monstruoso es también la representación del miedo y de la incertidumbre que trasgreden las jerarquías, las categorías estéticas y los tabúes que la sociedad requiere para su cohesión y funcionamiento. Por este “gesto revolucionario” se supone que todos deberíamos agradecer y aplaudir rabiosamente a la directora francesa.