Reseña
El brutalista
UN PROMETEO ACABADO
por Luis Alfonso Gómez Arciniega
2 de marzo de 2025

Everything that is ugly, stupid, cruel, but most
importantly, ugly … is your fault...
–László Tóth
Cuenta una tradición arraigada en el folclor rumano que un príncipe encomendó a un artesano llamado Manole que erigiera una iglesia única “para cánticos y recogimiento” a cambio de “tierras y haberes, oro y enseres”, empresa que el segundo aceptó de buen grado.[1] Pero quiso la fatalidad que el experimentado constructor encontrase cada mañana destruido el fruto de su trabajo, por lo que se empezó a rumorear que pesaba una maldición sobre el lugar elegido para el santuario. Pese a que el maestro Manole insistió al rey que cambiase el emplazamiento de la obra, éste hizo oídos sordos a sus peticiones y amenazó con ejecutarle a él y a sus ayudantes si el encargo no estaba terminado en el plazo previsto.
En medio de la desesperanza, un sueño le reveló a Manole la solución: debían emparedar “a la más amada hermana o desposada. Primera que llegare mañana, y trajere al sitio de convento nuestro alimento”. Para desgracia del maestro, la primera persona que se acercó a la obra aquella mañana fue su esposa y, sin perder tiempo, los nueve ayudantes de Manole comenzaron a rodearla con ladrillos. Ella, creyendo que se trataba de una broma, no hizo nada por escapar, hasta que estuvo atrapada. Atónitos, los constructores contemplaron como la iglesia se construía por sí sola a una celeridad alarmante, mientras que la pobre Ana pedía desesperadamente que la liberasen.
Cuando el edificio estuvo terminado, el rey, profundamente impresionado por el resultado, preguntó a los constructores si serían capaces de construir otra iglesia más hermosa que ésta, a lo que estos, sin dudar, respondieron que sí. Como el rey quería que su templo fuera único, decidió encerrarles en lo más alto del edificio para que allí muriesen de hambre y sed. Los trabajadores fabricaron unas alas de madera y trataron de volar desde el techo, pero, uno por uno, todos se despeñaron irremediablemente. Se dice que en el lugar donde cayó Manole nació un pozo “en que perduran las lágrimas que murmuran”. The Brutalist (2024, Brady Corbet) –una cinta producida por el estudio A24 y reconocida con diez nominaciones a los Óscar– puede interpretarse como una variación moderna de este mito sacrificial.
En una odisea de 215 minutos –rodada en VistaVision, una técnica de pantalla ancha que permite filmar en horizontal sobre película de 35 mm. para revestir las escenas de monumentalidad– László Tóth, un arquitecto judío sobreviviente de Buchenwald llega a Estados Unidos en busca de una vida mejor, a la espera de que lo alcancen su esposa Erzsébet (Felicity Jones) y su sobrina Zsofía (Raffey Cassidy). Antes de la guerra, el arquitecto respiró entre palacios y cariátides el temple danubiano de Budapest: “una mezcla de gigantismo y de exuberancia flamboyant, que corresponde a la híbrida alianza entre el capital húngaro y el águila habsbúrguica y se manifiesta también en el eclecticismo historicista de la arquitectura, por ejemplo, en el viejo Parlamento o en el Teatro de la Ópera construido por Miklós Ybl en estilo renacentista y en el nuevo Parlamento gótico-barroco de Imre Steidl”.[2]
Después pasó a Dessau para estudiar en la Bauhaus. No es casualidad que el nombre del protagonista evoque a László Moholy-Nagy, fotógrafo y pintor húngaro que se desempeñó como uno de los profesores en la Escuela Bauhaus. Tampoco lo es que el protagonista sea homónimo de aquel extravagante geólogo, aspirante a mesías, que en 1972 entró en la Basílica de San Pedro al grito de “Soy Jesucristo” para profanar la Pietà de Miguel Ángel a martillazos. Hay en los movimientos artísticos de inicios del siglo XX la tentación de reinventar el mundo mediante el arte. El nacionalsocialismo interrumpió el itinerario de regeneración social mediante iconoclasia arquitectónica. Unos gráficos inconfundiblemente Bauhaus –líneas diagonales pronunciadas y movimiento horizontal en las secuencias de apertura y cierre de los títulos– y una inquietante visión de la Estatua de la Libertad a la deriva, boca abajo, arremolinada, anuncian la llegada de Tóth a Ellis Island en 1947 y presagian los sinuosos caminos que le aguardan.
Estados Unidos es una potencia ascendente que todavía no dicta los cánones culturales y en consecuencia carece del clima necesario para la eclosión de las vanguardias. Nunca es fácil echar raíces en un nuevo lugar, mucho menos para un individualista empedernido, cuyas provocativas ideas son rechazadas por un establishment que prefiere ceñirse a lo conocido. Arquitecto reconocido en Hungría antes de que la guerra lo obligara a emigrar, en Estados Unidos Tóth se ve obligado a pernoctar en casas de asistencia social, a sobrevivir de apoyos gubernamentales y a trabajar como albañil, pero quizá lo más desalentador de este oscuro panorama sea estar supeditado a figuras de evidentes limitaciones intelectuales y tolerar la estupidez del pretencioso adinerado una y otra vez. Astilla de una Mitteleuropa alemana-magiar-eslava-romanza-hebraica dinamitada por la barbarie de las guerras mundiales, el arquitecto naufraga en Filadelfia, donde, después de una temporada diseñando muebles para su primo Attila (Alessandro Nivola, nieto del escultor Constantino Nivola) es contratado por Harry (Joe Alwyn), hijo del potentado de la industria metalúrgica de Pittsburgh, Harrison Lee Van Buren (Guy Pierce), para que haga modificaciones a la biblioteca de la mansión. Toda la capacidad innovadora y estética de Tóth se traduce en un espacio funcional y de delicada factura arquitectónica. Sin embargo, cuando Harrison Lee Van Buren regresa a casa y contempla las modificaciones, monta en cólera y corre a Attila y László sin pagarles la suma prometida.
Cuando la biblioteca seduce a los críticos en publicaciones especializadas, Harrison Van Buren busca a László Tóth para disculparse por el exabrupto, saldar la deuda y encomendarle una empresa faraónica: un centro comunitario en honor a su madre que incluya gimnasio, biblioteca, teatro y, a instancias de la comunidad mayoritariamente cristiana, una capilla. La obra brutalista patrocinada por Van Buren permitirá a Tóth ensayar estructuras tectónicas de hormigón despojadas de ornamentos, similares a las que había realizado en Europa antes que los nazis las despreciaran por no ajustarse a “criterios germánicos”.
Redención y condena a partes iguales, el arquitecto, acostumbrado a ir demasiado lejos en todo, vigila de manera obsesiva cada detalle del proyecto que evoca el famoso Mäusebunker en Berlín. Tóth trabaja durante meses en un trance profundo, olvidándose de comer y dormir, quedando a un paso del colapso nervioso. Los vaivenes emocionales acaban por devorar la vida marital, las amistades y hasta la salud física. La lente de Lol Crawley se adentra en esta arqueología de esplendor y ocultamiento para extraer una desgarradora fábula de la transformación del espacio a costa del sacrificio individual.
El elemento formal más llamativo del centro Van Buren es un tragaluz en forma de cruz que ofrece una iluminación redentora cuando el sol está directamente sobre la cabeza. Ante el altar, el visitante se siente completamente desvalido buscando “lo humano” en la obra, pues, como dice Imre Kertész: “el arte magistral siempre muestra en su desarrollo un elemento inhumano, propio de un títere, algún mecanismo que convierte la obra en algo plenamente objetual”.[3] La vertiginosa empresa lleva al protagonista hasta Carrara, donde junto con Orazio (Salvatore Sansone) –un viejo conocido anarquista que ha trabajado toda su vida en la cantera–, inspecciona el mármol para rematar el altar. La visión de tres personalidades disímiles –el empresario atrabiliario, el artesano comprometido y el arquitecto idealista– arañando símbolos al borde del acantilado de mármol es portentosa. Maravillado ante los misterios de la belleza, el robusto cantero –con el aura de un fósil viviente– vierte con sus manos callosas agua sobre la piedra destinada al espacio sacro como si fuera la ofrenda de una liturgia. Mientras el blanco se transmuta en nieve recién caída, en la montaña reina un silencio absoluto…
El artista no sería tal sin el acoso constante de los mortales incapacitados para entender el tamaño de la empresa. Van Buren encarna a la perfección el dictum de Nicolás Gómez Dávila: “No reprobamos el capitalismo porque fomente la desigualdad, sino porque favorece el ascenso de tipos humanos inferiores”.[4] La mediocridad incolora del personaje vaticina el mal gusto de los ricos contemporáneos. Hay conflictos todo el tiempo: Tóth quiere que todo sea de hormigón, pero el contratista prefiere el mármol; entonces el primero acepta hacer el altar en ese material. Van Buren comisiona a Leslie Woodrow (Jonathan Hyde) para limitar las extravagancias de László y al arquitecto Jim Simpson (Michael Epp) para suavizar las terminaciones brutalistas. En reiteradas ocasiones, con la opinión de Simpson, Van Buren modifica caprichosamente el proyecto, lo que obliga a al arquitecto protagonista a ordenar constantemente a los trabajadores regresar al plan original (Tóth insiste en proporciones exactas, que termina pagando de su bolsillo cuando el contratista intenta reducir la altura del edificio para ahorrar dinero).
La palabra “artista” evoca, después de todo, un compromiso vital. Desde el malestar con las existencias feas y malogradas, Tóth acaba por reprocharle en cara al entrometido su responsabilidad en un mundo desproporcionado. En casa, la osteoporosis provoca a Erzsébet –paralítica a causa de la hambruna que padeció en Dachau– dolores insoportables. Resignado ante las complejidades de la pasión y del desencuentro, el protagonista decide lidiar con una existencia tormentosa mediante la heroína y arrastra a su esposa en una espiral de desintegración emocional, a trompicones entre letargos angustiantes y arranques incontenibles de euforia. La simbiosis del artista con la obra –a contrapelo de la chatarra moderna que hace eructar a las ciudades efluvios de aluminio– alcanza su paroxismo cuando, después de un fortuito descarrilamiento de trenes con material de obra, el mecenas decide dar por terminada la obra tras un arrebato vitriólico. El arquitecto regresa a casa devastado y, al borde de la locura, ante la estupefacta mirada de su esposa, arremete contra los objetos de la habitación. Un vacío se abre de pronto entre ellos y absorbe a la pareja dejando una desolación infinita.
Y, sin embargo, el tránsfuga de Buchenwald no podía sacarse de la cabeza el proyecto que, intuye, será el legado de su paso por la tierra. Incluso inmerso en el caos personal, la obsesión se esparce sobre su mente como una mancha, sobrepuesta encima del infierno individual; el edificio se reproduce en los espasmos de su esposa, en los labios herméticos de su sobrina, en los cristales de su departamento. La dignidad entendida como una condición indispensable para elevar al hombre ante sí mismo conduce al arquitecto a comprender la magnificencia de los símbolos sagrados y a sobrellevar los reveses con prestancia y galanura. Como Manole, Tóth sacrifica su vida en pos del santuario Van Buren. Al final del filme el espectador es testigo de cómo un hombre que pudo traducir el infierno interior en una catedral de hormigón ha quedado reducido a un despojo. La devoción a la tarea prometeica y la dedicación al trabajo descomunal habían reducido su cuerpo y su mente a un estado de nulidad. Escribía bien Kertész que el “héroe de la tragedia es el hombre que se crea a sí mismo y fracasa. Hoy en día, sin embargo, el ser humano ya sólo se adapta”.[5]
“Ya no se hacen [películas, tesis, libros, poemas, edificios] como éste”: se repite abajo del Parnaso cuando algún meteoro logra iluminar, aunque sea por un momento, la fealdad que inunda al mundo. Tomarse las cosas en serio y dedicar años a proyectos monumentales son, desde el catalejo del presente, actitudes estériles –o, en el peor de los casos, francamente ridículas. En un tiempo donde ha desaparecido la formación necesaria para una valoración adecuada del trabajo artístico se puede proferir cualquier barbaridad o producir cualquier embuste. Es una época donde la roca pálida de Carrara se corta con máquinas para adornar los baños de los nuevos ricos en Dubái. Para la verdadera aspiración artística está la advertencia del escritor italiano Giovanni Papini: “No solicito piedad ni indulgencia, ni elogios ni consuelos, sino únicamente tres o cuatro horas de vuestra vida. Y si, después de haberme escuchado, seguís creyendo lo mismo, a despecho de mis propósitos, que yo soy de verdad un hombre acabado, tendréis al menos que confesar que lo soy porque quise empezar demasiadas cosas, y que no soy nada porque quise serlo todo”.[6]